Se llamaba Juan, pero se le conocía con el apodo del título porque su padre y su madre habían sido tan borrachos como él. Se casó con una mujer buena. Esto le llevaba a reflexionar Haciendo propósitos de enmienda cada vez que estaba sobrio, qué era solamente las quincenas que pasaba en la cárcel.
Un día entró en un salón Del ejército de Salvación y oyó a los que daban testimonio de liberación de sus pecados por la fe en Cristo. Como impulsado por un resorte, se adelantó al banco de los penitentes y clamó a Cristo por perdón y liberación de su vicio. Docenas de veces había hecho tales propósitos llorando, pero al levantarse en esta ocasión, sintió que no era el mismo hombre.
Un día de fatiga y calor, después de incitarle mucho, sus antiguos compañeros le arrojaron el vaso rompiéndolo sobre su cabeza. Pero él dio un hermoso ejemplo de humildad cristiana, limpiándose el rostro y pronunciando palabras de perdón. Cristo le había libertado de su genio tanto como de su borrachera.
Tiempo después se detuvo a escuchar un orador espontáneo de los que se levantan en todas partes, argüía en contra de los milagros de Cristo, arremetiendo especialmente contra el de la transformación del agua en vino en las bodas de Caná.
“No es para tanto —replicó nuestro borracho de nacimiento—, si usted quiere llegarse a mi casa le enseñaré un milagro mayor que Cristo ha hecho: le mostraré cómo Él ha convertido el vino en vestidos, sillas, alfombras y hasta un piano. Explicó al orador y a los allí presentes, que él mismo había sido un empedernido borracho, incapaz de reformarse a sí mismo, como tantas veces se había propuesto, pero que había sido transformado por el poder de Cristo desde el día que acudió a Él, pidiéndole que entrara en su corazón.
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